jueves, 10 de junio de 2010

El Juego

El destino había jugado sus cartas. Paradoja o no ya no había nada que hacer. Es lo que se decía Jerónimo mientras caminaba hacia el funeral de su colega. Jerónimo Iriarte era actor. Tenía 30 años y desde los 19 se había pasado de casting en casting haciendo papeles secundarios y publicidades de bajo presupuesto. Estudió teatro muy poco. Lo suyo era algo innato.
Amaba lo que hacía, aunque apenas le alcanzaba para vivir.
He aquí donde el destino comenzó a barajar las cartas.
Un director compañero de la secundaria lo llamó para actuar en la obra de teatro "Los árboles mueren de pie". Tenía el papel del ilusionista. un personaje terciario. La labor protagónica lo tenía Horacio Aguirre, quien interpretaba a Mauricio. Jerónimo actuaba mejor, pero Horacio era más conocido.
Anoche, un paro cardíaco da un doble efecto: la muerte del actor principal y el comienzo de una brillante carrera. Era la oportunidad de demostrar que él podía ocupar su lugar. Pensó que debería sentirse más apenado por su colega que agradecido por sus suerte, pero aventó rápidamente el sentimiento de culpa. Se concentró en imágenes más agradables. Como Sofía. La había conocido en el hall del teatro cuando ella intentaba conseguir una entrada para la función de gala. Entradas que estaban agotadas hacía una semana. Tanto le impactó su presencia, que le ofreció un lugar en el palco reservado para su madre y su hermana. Inmediatamente congeniaron, tanto así que su madre la invitó a compartir la cena con ellos. Desde ese momento fueron inseparables.
Este papel le abriría las puertas a mejores trabajos con suculentos sueldos y así quizás le podía ofrecer matrimonio a Sofía y formar una familia.
El sentimiento de culpa lo invadió de repente. Sólo eran compañeros de trabajo. Una relación tan distante que ni siquiera convocaba a la congoja. A la sorpresa, tal vez. Y a la meditación sobre lo efímero de la vida.
Apuró el paso para no llegar tarde al entierro. Un camión mal estacionado tapaba la visión de los autos que transitaban por la avenida donde estaba situado el cementerio. Cruzó velozmente y su corazón se desbocó cuando en centésimas de segundos tuvo que hacer un esfuerzo por esquivar un auto salido de la nada. Aprovechando el impulso que traía, estiró las piernas y puso los pies en la vereda al tiempo que se escuchaba una frenada. Entró al cementerio sin dar mucha importancia de lo que sucedía a sus espaldas. Una vez adentro disminuyó la velocidad y se concentró en recuperar el dominio.
De repente lo invadió una sensación extraña, como un frío recorriéndole la nuca. No le gustaban los cementerios. El contraste de los panteones grises y las lápidas llenas de pintorescas flores de plástico le revolvía el estómago.
Finalmente llegó al lugar. Estaba lleno. Comenzó a enfocar a los presentes. Divisó al director y a todo el elenco de la obra. Continuó con la inspección y descubrió con asombro a varios amigos suyos que no habían conocido al difunto. ¿Por qué estaban apenados? Avanzó hacia ellos para averiguar la razón de su presencia, cuando en el centro del entierro reconoció a su madre, su hermana y a Sofía. Ante el profundo desconsuelo de las mujeres, una sensación de pánico lo invadió. Caminó hacia el féretro y supo con certeza por quién lloraban sus seres queridos.
Las cartas ya estaban sobre la mesa...