Octavio pasaba sus vacaciones en el mar. Había decidido realizar el viaje solo. Al principio, la idea le resultó muy atractiva. una oportunidad para conocer nuevas personas, descubrirse a sí mismo, toda una aventura. Eligió como destino un pueblito pequeño y pintoresco. Sus casas tenían un estilo colonial, característica que otorgaba una sensación de viaje en el tiempo. Sin embargo, no había muchos turistas y la gente era un tanto reservada, así que en un par de días, la soledad comenzó a invadir su pecho.
Una mañana salió a dar una vuelta por el centro del pueblo y, de pronto, se dio cuenta de que estaba perdido. No recordaba la dirección del hotel donde se hospedaba y como era temprano, no encontró a nadie a quien pedir pedir auxilio.
Siguió caminando, quizás podría reconocer algún punto que lo ayudara a ubicarse. Niente (nada). Y allí lo vio, doblando la esquina. Un perrito, todo mojado, hecho un bollito en un rincón. Octavio se acercó, a su vez el animal le clavó la mirada. Estaba tiritando de frío y tenía una de las patas traseras herida. En seguida, se sacó la campera que llevaba puesta, envolvió con ella al perro y lo llevó con la intención de curarlo. Pero no sabía dónde se encontraba aún. Dio unos pasos más, levantó la mirada y no sólo divisó el hotel, sino que junto a él había una veterinaria que no recordaba.
Entró en el local e inmediatamente asistieron al perrito. El muchacho se sentó a esperar, sentía que su corazón latía fuerte. No podía olvidar esa mirada de auxilio que lo impulsó a levantar al can. A los quince minutos apareció el veterinario con el animal vendado. Afortunadamente era sólo una herida superficial. Cuando salió a la calle, el perro lo volvió a mirar sacando su lengua y moviendo la cola en señal de agradecimiento. Y así, sin más, se alejó completamente repuesto.
Octavio ya no sentía esa soledad en el pecho. Ayudar al perro, ese simple acto solidario, lo había curado.
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